Han abierto una
sucursal del infierno en la esquinita de mi barrio. Venden besitos a tres,
decisiones flexibles y cerveza a buen precio. No hay necio que no pase a echar
un buen rato, novatos aleccionan a doctores escuchando los errores que
cometieron y el camarero escucha atento el silencio de los más borrachos. Beben
despacio quienes tienen acciones de esta franquicia, saben que la codicia que
te regala la noche, te arrebata la mañana, la tarde y el coche si está mal
aparcado.
Que ya se sabe
que la grúa no tiene clemencia con estos asistentes.
Han abierto
una sucursal del infierno en la esquinita de mi barrio y soy parroquiano
persistente. Un escenario proclive a la indecencia, lengüetazos en las comisuras,
dimisión de la mesura que se agarra a la inocencia. No hay prudencia. Ofrecen
poper a la verita del baño, y se te mira a los ojos al esnifar, para que a uno
le de por pensar que las pupilas de mapache no son un bache de la belleza, sino
su textura. Como si esa apertura de párpados me tuviera ya enganchado. Hay
alemanes recién llegados esnifando cocaína en el reino nazarí. ¿Qué hacías ahí?
Me dice una vecina que cocina sus avíos pal puchero. Que un día tonto me prestó
romero pa un aliño. Que me hace un guiño de ventana a ventana los días que la
sucursal del infierno no me roba las mañanas.
«Vivía», «moría»,
«bailaba», le contesto a la vecina y sueño que un día se anima a bajar conmigo.
Pero no se lo
digo, aunque quiero. Ya noto cómo el puchero huele rico.
¿Quién baja a
los infiernos agarrando con las manos un trocito de cielo?
¿Quién quiere
bajar a los infiernos habiendo un plato de pucherito?
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