Cuando aquella mujer
lanzó su jovialidad a la boca de ese muchacho me atravesó un pensamiento
inquietante: la alegre desesperación. Estamos solos por definición. La cualidad
principal del individuo es permanecer sin compañía por naturaleza, algo que nos
hace sentir incompletos, partidos, por terminar. Pero nuestra boca está hecha
para algo más que hablar. El sujeto es ajeno a los vaivenes de una totalidad ficticia, se
encuentra aislado en una parcialidad que le desespera y que tan sólo consigue
sublimar a través de un impacto, de la sensación incorruptible de un beso.
En la posmodernidad todo
se derrumba, el relativismo cala hasta los huesos de la mismísima moralidad, no
existe nada estable a lo que sujetarse, todo se llena de vacío y el individuo,
ajeno a una totalidad que no quiere sostenerle, se agarra a sí mismo tratando
de evitar que le arrastre la tormenta del sinsentido. La soledad como bálsamo
de los más fuertes de mi época; la entereza y el estoicismo como receta capaz
de curar la desesperanza de sabernos aislados; el narcisismo como rasgo
aspiracional.
Y aun así nos besamos. Aun así, la soledad se abre para dejarnos ver al otro a través de los límites que nos cierran evitando que nos vertamos hacia fuera. Aun así, la desesperanza se relaja en el impacto de la boca, en el roce de los cuerpos. Aun así, el narcisismo desciende de la cúspide cultural en la que lo colocamos para lamer la dentadura del de enfrente.
Y aun así, durante los instantes que dura el
roce, parece que estamos acompañados.