Nos separamos sin un
adiós, sin una pena decente a la que cantarle durante semanas, sin un jodido
mañana al que querer regresar. El desencuentro nos sirvió de altar al que
rezarle: virgencita de los que se conocen demasiado, desparrámanos hasta dejarnos
dejados de la mano de Dios y cada uno por su lado.
Uno se costriñe la añoranza y veo que tiñe mi esperanza de coraje. Coraje: acto de comerme uno a uno mis eslabones hasta que la boca me sepa a hierro. Coraje: el orgullo de los buenos perros.
Que vengan a obligarme a
llorarle como es debido a quien no quiso quererme en condiciones.
Que preguntaré por el
ruido de las cadenas cuyos eslabones no se han comido.
Porque no es fácil
hacerlo careciendo de cabeza, corazón y cojones.
La garganta que tragaba
sapos ahora estruja las cadenas que me ataban a lo vivido.
Que vengan los testigos como arlequines a
explicarme el sentido del destierro.
Que reto a Dios a
someterse a un ultraje vestido de traje de colorines.
Ya solo me sostiene el
coraje: el orgullo de los buenos perros.
Y no he caminado jamás
más erguido, ni jamás he sentido que pisaba más fuerte sobre los adoquines.