sábado, 27 de abril de 2019

Ojeras.


Había un error agarrado a las entrañas. Abigarrado debajo de la piel ardía como una puñalada. ¿Qué aspecto tenía? Tenía aspecto de ojeras. Ese era exactamente el aspecto que tenía.

Así que me fui, arrastrando mis ojeras, entre un gentío distante. “Idiotas”, pensaba. Y lo pensaba de verdad. Con una verdad hiriente y bilateral, porque la cuchilla de ese pensamiento no tenía un mango más suave que la hoja con la que dañaba. Y así paseaba. Con el gesto torcido sobrepuesto en una cara rocosa. Ajeno a lo cercano y alejándome, me relamí en la distancia y me supe agrio. Pensé en teología y en que Dios no maldecía a los ricos, tampoco lo hacía con los torpes.

Me vi mediocre y arrastré mi argumentario de Simondon por unas calles vacías que no entendían en qué coño pensaba. Unas calles abarrotadas que me enseñaban que su posición era mucho más útil. Unas calles que yo, sin un puto euro en la cartera, no soportaba.

Arrastré mi argumentario de Simondon, mi soberbia de filósofo en prácticas, un par de platos de comida china y mis sinceras ojeras hacia mi portal. Abrí la puerta y, con un par de palillos en la mano, miraba la ventana mientras engullía mis tallarines al curry. Entonces pensé que la cuenta atrás se volvía acercar a cero y que una nueva oleada de esclavitud, si tenía suerte, estaba a punto de comenzar. Y algo de pena me pudrió el corazón por recordar aquella evidencia que me financió. Por obligación me forzaban a ser torpe, porque se me ocurrió que el dinero no daba la felicidad, pero podía comprar inteligencia.

miércoles, 24 de abril de 2019

Algo de Ontología.


Nietzsche volvió a plantear una pregunta clave, reiterada a lo largo de siglos de filosofía. La pregunta del eterno retorno. Más que una tesis real, epistemológica, fue una posición ética, un cara a cara con la misma existencia, la única de la que, por vivir en primera persona, tenemos pruebas. Se ha de tender al deseo de vivir la vida del mismo modo en que se vivió y se está viviendo, pues así se repetirá de manera eterna. Cualquier joven con un atisbo de vitalidad en sus venas estaría deseoso de abrazar una doctrina como tal a fin de escapar del dañino victimismo al que las sociedades más enfermas se someten.
He aquí mi reinterpretación del eterno retorno. No el nuestro, que ojalá se dé y habré de responder “¡Eres un dios y nunca he oído algo más divino!”. Sino el de los afectos.
El afecto que me acontece escapa a mi pertenencia, vivió en mentes ajenas tiempos atrás y se repetirá de manera eterna en el momento en que yo lo haya olvidado, se seguirá repitiendo de manera eterna en el momento en que yo no sirva ya como catalizador. La afección es la protagonista infinita, atiéndase a esta palabra, infinita, del universo del eterno retorno. Viviendo, quizás, en el mundo de lo molar de Deleuze y dejándome a mí, mero catalizador, dichoso quizás si supe agarrar con vitalidad el afecto que me acontecía, dejándome a mí, repito, con el reto de permanecer abierto. Abierto a que el Eterno Retorno de la afección no deje de penetrar en mí.

domingo, 7 de abril de 2019

Horror vacui


El horror vacui es la sensación de vacío de corte existencial. Fue el miedo que sentí cuando, de crío, pensaba en la infinidad del cosmos. Cuando me vi como la mota más insignificante de la inmensidad. La sensación es auténtico vértigo. Como si el pensamiento de insignificancia te acercara al límite que separa vida y abismo. Pero el horror vacui se va ocultando, va desapareciendo entre la sistematicidad humana, termina siendo una idea infantil que se muere por falta de pragmatismo. Una niñería sin utilidad.
¿De qué sirve acercarse a un abismo tan enorme? Preguntaba la sociedad horrorizada al saber de su existencia. Y se apartan para olvidar el sentimiento de horror por creer que, olvidada la sensación que produce un abismo tal, tal abismo se allana.
¿De qué sirve acercarse a un abismo tan enorme?
De nada, respondería yo.
Como la mayoría de cosas importantes de la vida.