Había un error agarrado
a las entrañas. Abigarrado debajo de la piel ardía como una puñalada. ¿Qué
aspecto tenía? Tenía aspecto de ojeras. Ese era exactamente el aspecto que
tenía.
Así que me fui,
arrastrando mis ojeras, entre un gentío distante. “Idiotas”, pensaba. Y lo
pensaba de verdad. Con una verdad hiriente y bilateral, porque la cuchilla de
ese pensamiento no tenía un mango más suave que la hoja con la que dañaba. Y
así paseaba. Con el gesto torcido sobrepuesto en una cara rocosa. Ajeno a lo
cercano y alejándome, me relamí en la distancia y me supe agrio. Pensé en
teología y en que Dios no maldecía a los ricos, tampoco lo hacía con los
torpes.
Me vi mediocre y
arrastré mi argumentario de Simondon por unas calles vacías que no entendían en
qué coño pensaba. Unas calles abarrotadas que me enseñaban que su posición era
mucho más útil. Unas calles que yo, sin un puto euro en la cartera, no
soportaba.
Arrastré mi
argumentario de Simondon, mi soberbia de filósofo en prácticas, un par de
platos de comida china y mis sinceras ojeras hacia mi portal. Abrí la puerta y,
con un par de palillos en la mano, miraba la ventana mientras engullía mis tallarines
al curry. Entonces pensé que la cuenta atrás se volvía acercar a cero y que una
nueva oleada de esclavitud, si tenía suerte, estaba a punto de comenzar. Y algo
de pena me pudrió el corazón por recordar aquella evidencia que me financió.
Por obligación me forzaban a ser torpe, porque se me ocurrió que el dinero no daba la
felicidad, pero podía comprar inteligencia.