Tú a mí no me conoces. Es normal, me disolví en ti porque te necesitaba. Supongo, gitana, que por eso no sabes quién soy. Es lo propio, y te confieso que yo apenas me reconocía cuando me separé de ti y me cargué a la espalda el peso que me correspondía.
Quizás opté por perderme cuando te conocí, quizás opté
por hacer un trueque: cambié lo que yo era porque quería ser feliz. No es aporéico
que me sintiera desdichado al perderte: quise ganarte, y para pagar el precio me vendí. Y al
perderte sentí que la felicidad es el más mediocre camino. Así se entiende que al
perderme no me tuviera, que me disolviera en mis propias manos, que me quedara
sin contenido. Por eso supongo, gitana, que no me conoces. Que no sabes quién
soy. Que no sabes de lo que soy capaz.
He aquí una imposibilidad. La de que tú me conozcas. Pues al conocerte, yo me
solté de mí mismo, y ahora que comienzo a agarrarme a los abismos a los que me
precipito, ahora que le grito al vértigo e incito a Dios a que me coma los
cojones, veo lícito decirte algo:
Que
no me conoces, que me miraste como quien elige entre mil opciones frente a una
vitrina.
Que
sigues sin verme, porque prefieres detenerte frente al podio de los que se dicen ganadores esnifando cocaína.
Enclenque fortaleza la de quien huyendo de sí mismo, te mira desde arriba.
Tú no sabes, gitana, de donde vengo. Ni quién es el niño que me cuida.