viernes, 15 de diciembre de 2023

Tú no me conoces.

 

Tú a mí no me conoces. Es normal, me disolví en ti porque te necesitaba. Supongo, gitana, que por eso no sabes quién soy. Es lo propio, y te confieso que yo apenas me reconocía cuando me separé de ti y me cargué a la espalda el peso que me correspondía. 

Quizás opté por perderme cuando te conocí, quizás opté por hacer un trueque: cambié lo que yo era porque quería ser feliz. No es aporéico que me sintiera desdichado al perderte: quise ganarte, y para pagar el precio me vendí. Y al perderte sentí que la felicidad es el más mediocre camino. Así se entiende que al perderme no me tuviera, que me disolviera en mis propias manos, que me quedara sin contenido. Por eso supongo, gitana, que no me conoces. Que no sabes quién soy. Que no sabes de lo que soy capaz.

He aquí una imposibilidad. La de que tú me conozcas. Pues al conocerte, yo me solté de mí mismo, y ahora que comienzo a agarrarme a los abismos a los que me precipito, ahora que le grito al vértigo e incito a Dios a que me coma los cojones, veo lícito decirte algo:

Que no me conoces, que me miraste como quien elige entre mil opciones frente a una vitrina.

Que sigues sin verme, porque prefieres detenerte frente al podio de los que se dicen ganadores esnifando cocaína.

Enclenque fortaleza la de quien huyendo de sí mismo, te mira desde arriba.

Tú no sabes, gitana, de donde vengo. Ni quién es el niño que me cuida.

viernes, 10 de noviembre de 2023

Vuelto hacia el otro.

 

La vi en aquella foto del diablo y su imagen me vació el pecho. ¿Por qué? Pensé y tardé un día y un texto mediocre en averiguarlo. Yo era exactamente igual que mi sociedad. Estaba vuelto hacia el otro y no hacia mí. El otro me dictaba una lista de aquello de lo que carecía mientras yo apuntaba diligentemente como quien pretende avanzar hacia un objetivo propio. Ella era mi carencia y la sentía, erróneamente, como mía.

La corona del mediocre me raspaba el cráneo mientras miraba empantallado el modo en que ella miraba a la cámara para mirarse en la pantalla unas horas después. «El otro» pensé. Ese era el problema, y no es que uno se ponga existencialista y enuncie aquella rimbombante frase de Sartre de «el infierno son los otros». Los otros son el paraíso si uno está vuelto hacia sí.

¿Qué ocurre si por ver la libertad de enfrente uno se siente roto?

¿Qué ocurre si uno permanece permanentemente pendiente y pierde la capacidad de poder verse?

Que uno está vuelto hacia el otro.

Y si está vuelto, tendrá que revolverse.

viernes, 1 de septiembre de 2023

Susceptible

 

“El dinero compra la inteligencia, pero no la sensibilidad”, algo así escribí, en un alarde de idealismo retórico, hará media década, “nada nuevo bajo el sol”, pienso en un piso que se comienza a acomodar a la presión de mis pies al retorcerse sobre sus losetas.

La novedad bajo el astro es escasa para el realista, nula para el pesimista, abundante para el psicótico. No hay más cosas que las que existen y en esa carencia de sorpresa continua, nos queda quizás adiestrarnos en la apertura. Sentir los matices de las texturas de las palabras. Sí, quizás mismos discursos, pero diferente pronunciación. Sí, quizás mismas defensas, pero diferente nivel de convicción.

Entre tanto estímulo que reclama mi atención, termino aturdido, lelo, atento a la distracción y sin la precaución de acabar insensible.

¿Cómo dar en plena guerra las paces?

Quizás el logro último sea quedar, lagrimear y escuchar el juicio en boca de otro “hoy estás muy susceptible”.

Sí, y ojalá no se me pase.

viernes, 18 de agosto de 2023

Como un perro.

 

Sugirió que mi lengua se le asemejaba a la de un perro, no sé si por guarra o por áspera. Que mi actitud era la de un perro, me dijo, pero había una cáscara que se me resquebrajaba y no me encariñaba tanto como a mi pecho de chucho le hubiese gustado. Como un perro me dijo que era, no sé si por mi condición faldera de la que organicé mi huelga indefinida, por mi naturalidad al retozar o por mis ganas de correr(me) a su vera.

 Me hubiera gustado ser como el perro que se quiso que fuera, lo reconozco, pa acurrucarme en los sudores de ella y que no hubiese mella ninguna que me arrugara el rostro.

¿Cómo un perro? Quizás uno hosco, tosco y con malas pulgas, que comulga con la sagrada religión de sí mismo, que trata de cerrar el abismo que le abrieron en el alma, que traga la baba santa y ladra pa rebelarse contra la pena.

 Como un perro me dijo que era.

Como un perro, con el que las perras juegan.


lunes, 17 de julio de 2023

Los besos.

 

Cuando aquella mujer lanzó su jovialidad a la boca de ese muchacho me atravesó un pensamiento inquietante: la alegre desesperación. Estamos solos por definición. La cualidad principal del individuo es permanecer sin compañía por naturaleza, algo que nos hace sentir incompletos, partidos, por terminar. Pero nuestra boca está hecha para algo más que hablar. El sujeto es ajeno a los vaivenes de una totalidad ficticia, se encuentra aislado en una parcialidad que le desespera y que tan sólo consigue sublimar a través de un impacto, de la sensación incorruptible de un beso.

En la posmodernidad todo se derrumba, el relativismo cala hasta los huesos de la mismísima moralidad, no existe nada estable a lo que sujetarse, todo se llena de vacío y el individuo, ajeno a una totalidad que no quiere sostenerle, se agarra a sí mismo tratando de evitar que le arrastre la tormenta del sinsentido. La soledad como bálsamo de los más fuertes de mi época; la entereza y el estoicismo como receta capaz de curar la desesperanza de sabernos aislados; el narcisismo como rasgo aspiracional.

Y aun así nos besamos. Aun así, la soledad se abre para dejarnos ver al otro a través de los límites que nos cierran evitando que nos vertamos hacia fuera. Aun así, la desesperanza se relaja en el impacto de la boca, en el roce de los cuerpos. Aun así, el narcisismo desciende de la cúspide cultural en la que lo colocamos para lamer la dentadura del de enfrente. 


Y aun así, durante los instantes que dura el roce, parece que estamos acompañados.

jueves, 29 de junio de 2023

Cabeza, corazón y cojones.

 

Nos separamos sin un adiós, sin una pena decente a la que cantarle durante semanas, sin un jodido mañana al que querer regresar. El desencuentro nos sirvió de altar al que rezarle: virgencita de los que se conocen demasiado, desparrámanos hasta dejarnos dejados de la mano de Dios y cada uno por su lado.

Uno se costriñe la añoranza y veo que tiñe mi esperanza de coraje. Coraje: acto de comerme uno a uno mis eslabones hasta que la boca me sepa a hierro. Coraje: el orgullo de los buenos perros.

 ¿Quién me convence ahora de que los buenos son más queridos que los buenos cabrones?

Que vengan a obligarme a llorarle como es debido a quien no quiso quererme en condiciones.

Que preguntaré por el ruido de las cadenas cuyos eslabones no se han comido.

Porque no es fácil hacerlo careciendo de cabeza, corazón y cojones.

 

La garganta que tragaba sapos ahora estruja las cadenas que me ataban a lo vivido.

Que vengan los testigos como arlequines a explicarme el sentido del destierro.

Que reto a Dios a someterse a un ultraje vestido de traje de colorines.

Ya solo me sostiene el coraje: el orgullo de los buenos perros.

Y no he caminado jamás más erguido, ni jamás he sentido que pisaba más fuerte sobre los adoquines.

martes, 30 de mayo de 2023

Hoy he ido al cardiólogo.

 

Me preguntaba si aún me quedaba algo en la parte ajada del corazón. O si, como pensaba, la raja había desbaratado la porción mayor de lo que de valor conservaba. Me cuestionaba si lo que lo inflaba ahora era el rencor, a la vera de una especie de baba pastosa incapaz de curar la herida. Lágrima sin cabida, vida satírica práctica, pero sin vuelco alguno. Sabía que hacía tiempo que no recibía lametones en la aurícula y que la película que me monté la cabalgaba uno que montaba mejor.

Como digo, me preocupaba el corazón, sus aurículas, sus ventrículos, su aorta y su capacidad para aguantar la presión.

Se había hecho fuerte, y así latía, decía el cardiólogo que tenía una buena vena cava. Que la envidiaba, mientras yo me preguntaba cómo era posible que no la sintiera yo.

martes, 23 de mayo de 2023

El día que me entierren.

 

El día que me entierren, cuidadme los geranios, vaya que se me sequen, que pequen de falta de autonomía y caigan las hojas rendías a la vera de mi muerte.

El día que me entierren, cuídense de quererse, vaya que se no se acuerden de que a querer, sin querer se aprende, al menos si uno tiene suerte.

El día que me entierren, quédense un ratito a mi vera y pónganse una buena canción, vaya que se olviden de que yo también los quiero, ahora que me he ido, ahora que me muero, ahora que se pierde lo que era yo.

El día que me entierren, váyanse tranquilos, que lo que yo he sido lo fui sólo para estar a vuestra altura, pecata minuta de un testigo de poca holgura, estrecha anchura y adicto al vino.

El día que me entierren, lloren lo justo y sepan que me fui ganando. Y que aquí les espero, con un geranio, una canción y un ribera del Duero.

https://www.youtube.com/watch?v=kVy7vzk728w&list=RDkVy7vzk728w&start_radio=1&rv=kVy7vzk728w&t=18&ab_channel=DanielNorgren-Topic

martes, 25 de abril de 2023

Love is all, but my heart learn how to kill.

 

“Amor es todo, eso es lo que escuché, pero mi corazón aprendió a matar”, dice cierto cantante sueco en inglés.

Veo como mi amor se escapa entre los dedos de ella y, en la distancia, me siento a ver cómo se derrama agarrándome fuerte a la ansiedad. Ya no sé si es la enfermedad o su apatía, mi falta de valía o de maldad. No sé si es la carencia de pasión lo que me destroza, o el asunto de la contradicción que se reitera tras cada episodio de desapego. ¿Seré yo el estorbo de su ego? ¿La comodidad de la parte mullida de la litera? ¿El hastío de no ser lo nuevo? ¿Su cuento conocido de cabecera?

Me siento el incordio al que la complicidad le pasó de largo,

el hueco en el que acomodarse de madrugá,

garantía de hacerme cargo

de que la falta de ternura es algo que no conviene reclamar.


https://www.youtube.com/watch?v=rvWstzEUTfU&ab_channel=SecretlyJag


martes, 21 de marzo de 2023

Caer inconsciente.

 

Era un domingo y me encajé en el bar. “Los domingos son de las dos Ces” pensé. “Colegas y colgaos”. Y yo no había quedado con nadie. A la tercera cerveza mi mente se deslizó por la rendija de ventilación de aquel tugurio, las ideas desvariaban lúcidamente para colarse en los entresijos de mi miseria. He elegido el posesivo singular con delicadeza: la miseria era mía y era solo una.

Me imaginaba que me miraban ahí, borracho y en silencio, todos los que tuvieron la sensibilidad de volcarme en el pecho un poco de cariño. Me imaginé a todas las amantes con las que alguna vez compartí cama. Todas pasaban en fila y me miraban de arriba abajo. Yo ya no quería sexo. No quería lamer piel alguna que nos abriera las sonrisas. No quería buscar orgasmos que arquearan espalda alguna. No, joder. Yo quería llorar. Quería gritar: “¡Tengo miedo, joder!”

Quería gritar que no duermo, que el tiempo desde que no respiro se cuenta ya en años, que me siento solo y abandonado, que pienso en el suicidio una vez por semana. Quería suplicar que me abrazaran hasta olvidarme de la desgarbada mierda en la que me había convertido, que lo necesitaba, que necesitaba pegarme fuerte a alguien para que la presión de la piel me arrancara el llanto que tenía metío en el esternón. Quería decirles que ya no escribía, ni tocaba, ni sentía, ni leía. Que me había enganchado a mil series para escaparme de una vida que se me antojaba insoportable. Que sólo me sostenía la esperanza fútil de que el aire volviera a llenar mis putos pulmones. Que lo primero que hacía al levantarme, después de tres horas de sueño intermitente, era mirar unas redes sociales que se encargaban de convertir mi cerebro en fosfatina. Que no me gustaba lo que veía en el puto espejo. Que me echaba de menos y que mi identidad se había esfumado, dejando un cuerpo inútil que brega suplicante por un poco de tregua. Eso es lo que ocurre en la enfermedad: uno no es un tipo que lee, que toca, que canta, que baila. Uno es tan solo un deseo inconsumado: el deseo de respirar.

Juro que me las imaginé a todas. Y todas me miraban con la pena de saber que no hay palabra que arregle una enfermedad. Que el pasado no es suficiente para sostener una identidad. Ellas lo sabían, yo lo sabía. Estaba abandonado a una suerte incierta que la única pista que dejaba era el aire del que carecía cada noche.

Quería lanzar la jarra a la puta ventana. Abalanzarme sobre el camarero para que me diera tantas hostias como fueran necesarias para acabar inconsciente durante un par de días.

Ninguna apareció. Todas estaban construyendo una vida. Cuando me tiré en la cama, recé porque la inconsciencia me durara al menos cuatro horas. No ocurrió. Tan sólo balbuceé una frase antes de perder el conocimiento.

“Caer inconsciente no es dormir, pero se le parece lo suficiente.”