domingo, 5 de agosto de 2018

El esclavo.

Una canción de Luís Ferrán hacía de colchón en la habitación común de un hostel. Justo donde yo estaba escribiendo. Dos hombres hablaban frente a mí de nada. Nada: dícese de aquello tendente al olvido.
Yo apenas los escuchaba. Pensaba en la esclavitud, pensaba que me había trasladado al siglo dieciocho y que una especie de dios bromista había chasqueado los dedos para, de esclavo negro, convertirme en hombre libre con un cronómetro que oscurecería mi piel y pudriría poco a poco mi libertad, un cronómetro con forma de de cuenta bancaria.
Cerré entonces el ordenador y agarré una de las últimas cervezas que me quedaban para dirigirme a la terraza. Se respiraba mejor con la cartera llena. Entonces pensé en los grandes filósofos de la historia y me enfurecí con cada uno de ellos.
Me enfurecí con la soberbia de Aristocles por proclamarse sabio conocedor del Bien anunciando que su modelo requiere de la suerte de haber nacido adinerado para ser sabio. Puto aristócrata mimado.
Me enfurecí con la insensibilidad de Aristóteles. Por anunciar que un estado necesita de esclavos para su correcto funcionamiento con la facilidad que suponía defender esa posición siendo un miserable rico ciudadano libre. No era persona para mí, una bestia desquitado de empatía.
Me enfurecí incluso con Nietzsche. Quien criticó toda la filosofía existente para proclamarse como el más sabio de todos, el único superhombre repleto de fortaleza, cubierto de vitalidad. Una fortaleza, vitalidad y sabiduría que fueron compradas con la misma moneda que Platón compró su idea de bien y mantuvo a su discípulo alejado de la esclavitud.
Quizás yo no era tan listo como ellos pero había aprendido a engañar a los esclavistas mejor. Y ellos, enormes hombres respetables, no eran más grandes que insectos para mí.

Miré al horizonte y me sentí orgulloso de estar engañando al sistema. Un tirao como yo debía de ser jodidamente listo para poder comprar su libertad. Al menos por un tiempo.

Miré mi cuenta bancaria y pensé que quien se liberó de las cadenas y sigue entre rejas esperando a que le vuelvan a encadenar no merece salir de aquella prisión.

Quien sabe, quizás ya no volvería a ser esclavo nunca más.