Tenía una herida rota, justo a la vera de la aorta, lo sabía porque me la notaba cuando latía. Me decía que era justo ahí donde debía conservar las heridas, porque una herida que no se siente cuando uno se late no es herida útil.
Tenía una herida rota,
justo ahí, a la vera de la aorta, y me imaginaba que era en ese lugar donde
todo el que tuviera sangre conservaba sus heridas. Una herida sucia, costrosa,
pestilente, vomitivamente dolorosa que me enrabietaba cuando mi pulso bombeaba.
Bum. Bum. Bum.
Me dijeron que quien se
calma, se cura, ya no siente la herida, ya no brama de furia al sentirse la
cuchillada. Se cura, dicen, aquel que se calma.
O se guarda la pena tan
dentro del alma que se queda sin sangre.
Y se calma.
Y se muere.