jueves, 26 de junio de 2014

Un escritor.

¿Qué esperáis mi señora? ¿Qué aguardáis agarrada a ese manto de punto que cosió alguien desde el profundo desconocimiento de su futura dueña? ¿Por qué veláis acolchada a la tabla de madera frente al mar? ¿Qué hay de poético más que la viva imagen de vuestra mirada postrada en los confines del la tierra?

¡Tengo un nuevo escrito! ¡Aquí yace un desvarío variado con el mío brío! ¡Desvarío apoyado en la sincera varianza del deber a variar! Un escritor dijo alguna vez, "tal vez el simple sonido de las teclas presionándose por la fuerza de tus dedos sean el matiz necesario para, con suerte, terminar parafraseándose a uno mismo" Y no me queda otra que el parafraseeo de tan ilustre frase para sacar a relucir la cobardía más deplorable.

Allá va.

Llevaba varios meses sin enfrentarse a ella, la maldita página en blanco que se paginaba como "trescientas cincuenta y tres", tan sólo le quedaba una buena conclusión, una frase culmen que dejara entre los labios la más contundente dulzura, aquella que denotara los tintes exactos e hiciera resonar las esquinas de las palabras más escondidas de la novela, sabiendo que aun siendo sólo palabras, estaban atadas a una perfección por encima incluso de él mismo, entonces concluyó. Sonrió para terminar dirigiéndose a la cama dejando paso en su rostro, casi sin quererlo, a la postura más desencajada. El sueño no le conciliaba y el techo era su atención principal.

La evidencia es algo curioso ¿Sabéis? Cuando eres tan sincero contigo mismo que se te presenta como inconcebible la posibilidad de ocultarte la verdad más devastadora no queda otra que añadir esa carga a los hombros.

Si bien encontró la manera perfecta de hacer de una vida que nunca existió una obra de arte, su manera de convertir su vida en una obra de arte no era otra que la de inventar otras vidas que él nunca vivió.


Y allí estaba entre la evidencia dubitativa de no saber qué dignificar. Bien una vida sobre la que se pudiera escribir. Bien el simple hecho de escribir una buena vida.


Una cosa estaba clara.



No se escribe acerca de las cosas que no se hacen.

miércoles, 11 de junio de 2014

¿Para quiénes son los sueños?

Me soñé sin quererlo viajando por carreteras secundarias, viviendo de sonrisas y de brisas coloreadas, adulando las más bonitas miradas, bailando en hogueras recién instaladas, y gozando de la satisfacción de verse dentro de una canción que casi se susurraba. Todo entre caminos que no hilan los destinos y sobre ruedas se eligen por la decisión de que la casualidad sea domeñada.

Llamaron a la puerta en una intensa intención de traerme al mundo donde los sueños se mantienen en su mundo, toc toc, "¿Qué demonios?" "¿Por qué prescindir del timbre? ¿habremos llegado ya a la preciada época en que los individuos hayan caído en la cuenta de que cuenta más cuanto más cuesta y lo que ello conlleva: el desterrar algo de tecnología de nuestro paseo por la vida?" Pero no, el sonido del timbre me sacó del ensimismamiento para hacerme escapar de la cama. 

-¿Quién es? -dije malhumorado al tiempo que abría la puerta.

-Caballero usted ha de acompañarme -dijo el hombre trajeado que aguardaba mi presencia.

-Me encantaría, el problema estriba en que mi compañía era mucho mejor hace veinte minutos ¿sabe usted?

Aquel hombre no dudó en agarrarme por el brazo y casi a rastras y en calzoncillos me situó en los asientos traseros de una furgoneta negra.

-Arranca -dijo aquel señor.

Y arrancó, dirigiendo la furgoneta hacia un sitio que desconocía, por unos caminos que no me sonaban y envueltos en un silencio que casi me arañaba. Pasaron diez minutos, luego quince, luego treinta ¡y luego sesenta!

Fue entonces cuando el chófer paró el motor y se bajó, abrió la puerta de atrás, se quitó las gafas de sol y me miró a los ojos, no lo entendía, ¿se suponía que debía decir algo? No conocía el protocolo post secuestro. Cuando salí de mi ensimismamiento miré su mano izquierda. Eran las llaves de la furgoneta.

En ese instante decidí mirar a mi alrededor para ver el interior, era amplia, tenía un hornillo pequeño y una neverita instalada, tenía un colchón francamente cómodo para pasar cualquier noche, y si levantabas un tablón había una vieja guitarra de impecable sonido.

Agarré las llaves de ese paraíso con ruedas y comencé a conducir dejando que en mi rostro se dibujara la mayor de las sonrisas. 

No sabía donde ir, pero imaginé que el camino se haría al rodar así que rodé, primero pasaron diez minutos, luego quince, luego treinta ¡Y llegué a los sesenta!

Sin quererlo me vi aparcando en la puerta de casa.





Por la mañana debía trabajar.