miércoles, 11 de junio de 2014

¿Para quiénes son los sueños?

Me soñé sin quererlo viajando por carreteras secundarias, viviendo de sonrisas y de brisas coloreadas, adulando las más bonitas miradas, bailando en hogueras recién instaladas, y gozando de la satisfacción de verse dentro de una canción que casi se susurraba. Todo entre caminos que no hilan los destinos y sobre ruedas se eligen por la decisión de que la casualidad sea domeñada.

Llamaron a la puerta en una intensa intención de traerme al mundo donde los sueños se mantienen en su mundo, toc toc, "¿Qué demonios?" "¿Por qué prescindir del timbre? ¿habremos llegado ya a la preciada época en que los individuos hayan caído en la cuenta de que cuenta más cuanto más cuesta y lo que ello conlleva: el desterrar algo de tecnología de nuestro paseo por la vida?" Pero no, el sonido del timbre me sacó del ensimismamiento para hacerme escapar de la cama. 

-¿Quién es? -dije malhumorado al tiempo que abría la puerta.

-Caballero usted ha de acompañarme -dijo el hombre trajeado que aguardaba mi presencia.

-Me encantaría, el problema estriba en que mi compañía era mucho mejor hace veinte minutos ¿sabe usted?

Aquel hombre no dudó en agarrarme por el brazo y casi a rastras y en calzoncillos me situó en los asientos traseros de una furgoneta negra.

-Arranca -dijo aquel señor.

Y arrancó, dirigiendo la furgoneta hacia un sitio que desconocía, por unos caminos que no me sonaban y envueltos en un silencio que casi me arañaba. Pasaron diez minutos, luego quince, luego treinta ¡y luego sesenta!

Fue entonces cuando el chófer paró el motor y se bajó, abrió la puerta de atrás, se quitó las gafas de sol y me miró a los ojos, no lo entendía, ¿se suponía que debía decir algo? No conocía el protocolo post secuestro. Cuando salí de mi ensimismamiento miré su mano izquierda. Eran las llaves de la furgoneta.

En ese instante decidí mirar a mi alrededor para ver el interior, era amplia, tenía un hornillo pequeño y una neverita instalada, tenía un colchón francamente cómodo para pasar cualquier noche, y si levantabas un tablón había una vieja guitarra de impecable sonido.

Agarré las llaves de ese paraíso con ruedas y comencé a conducir dejando que en mi rostro se dibujara la mayor de las sonrisas. 

No sabía donde ir, pero imaginé que el camino se haría al rodar así que rodé, primero pasaron diez minutos, luego quince, luego treinta ¡Y llegué a los sesenta!

Sin quererlo me vi aparcando en la puerta de casa.





Por la mañana debía trabajar.

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