Y, de repente, nos robaron la calma. Se nos incitó a la prisa por ser la premisa que permitía nuestra madurez, por ser la condición necesaria para un paria que no se quisiera morir de hambre. Y con la calma se llevaron la profundidad y ya no hay quien tenga tiempo para cavar hondo, para asomarse a los abismos de los miedos, a la linde del recelo, al goce del júbilo que no esté de paso.
Así nos condenaron a la superficie sin preguntar lo que uno vale.
Y por necesidad nos atamos emocionados a las creencias.
Quizás para sentir ilusionados que nuestra identidad no la maneja la supervivencia.
Quizás para olvidarnos de que nos obligaron a ser superficiales.
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