martes, 18 de octubre de 2016

La tierra y el cielo.

-En una habitación cerrada no hay nada que explorar tras el primer vistazo.

Para él una habitación era material, un espacio delimitado por los torpes trazos de un arquitecto, nada destacable si nadie lo habita, no había exploración más equivocada que aquella que se sustenta en la ausencia de lo que se busca, no se podía pensar en la alegría sin ver las arrugas de las comisuras de sus ojos, ni en la tristeza sin la certeza de haberse encontrado con alguna de sus ojeras. Él era un hombre de hechos, hijo de la tierra, de lo urbano que en vano cree demostrar tener razón, de intuición sedada en la misma cama donde dejó morir su corazón.

Para ella no existía mejor razón para el olfateo del indicio que la ausencia del sujeto, "en efecto, no existe otra razón", veía una sonrisa en la curva de una escritura, tristeza en un delimitado desorden, cariño en la cortina remendada, el espasmo de un orgasmo inesperado justo al lado de las sábanas desechas, no había exploración más certera que aquella que mira por encima de lo visible, del deseable acto de intuir. Ella era una mujer de sueños, hija del cielo, de las alas que crecían en desiertas llanuras, una mujer que augura fortuna en la bruma de la imaginación, de ojos brillantes nacidos del semblante que le enseñó a criar la cría que una vez fue y que, en cierto modo, nunca murió.

Y aun a sabiendas del fracaso que eso suponía no se resistieron al placer del sexo, de ese nexo insuperable de la atracción de lo infinitamente diferente, de aquello que saben que no pueden aprender por no ser complementario, y no es que no lo hubiera, es que hacerlo significaría perder parte de su yo, de esa identidad que tan cuidadosamente se dedicaban a abrazar.

¿Por qué se besaban entonces? ¿Por qué no dejaban sus deseos fuera de la escena y se marchaban de aquel lugar?


Debe ser que quien no lidia con la dentera, no aprende nunca a arañar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario