-Dime –sus ojos se
anclaban en los míos, muy abiertos, expectantes ante la premisa que yo acababa
de anunciar. “Guárdame el secreto”.
Inspiré hondo, no sabía
cómo decirlo, y alguna maldita fuerza ajena a mi voluntad me empujaba a
soltarlo, tenía que contárselo aunque no debiera. Una gota de sudor se deslizó
lentamente desde mi sien hasta mi barbilla para terminar goteando sobre la
mesa. Bajé la cabeza y comencé a golpearme la frente con las manos
entrecruzadas usando la articulación de mis dos pulgares, esperando a tener el
valor suficiente para abrir los ojos, entornar la mirada y contarlo de una vez.
-Yo… -dije aún cabizbajo…
Entonces lo supe, entonces caí en la cuenta de lo que de verdad cuenta y aposté por dejar paso a esa pícara sonrisa de autosuficiencia y seguridad que me dio la fuerza para levantar la mirada y guiñarle un ojo antes de emprender camino hacia la salida del local.
Sabiendo…
Que cuando la carencia alcanza tus raidos bolsillos y te deja con la estúpida necesidad de buscar apoyo, de buscar a algún pobre infeliz que posea unos oídos con canal directo hacia una retórica que pueda transformar la desesperación de sentirse vacío en consuelos y sonetos…
Habrás de preguntarte…
Qué cojones tiene un
hombre…
Si carece de secretos.
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