domingo, 11 de agosto de 2019

El cuento: Las flores de los escombros.


En mitad de un jardín las flores se miraron  entre ellas. Algunas se vanagloriaron de su belleza, otras admiraban los colores de los pétalos de enfrente, otras miraban celosas cómo se elevaban los tallos verdes de sus vecinas. Las mejores de aquel jardín conseguían reírse, tras muchos años, de su propia ironía. Reían al sentir que la tierra que las unía era la misma, reían por saber que las humedecía la misma lluvia, reían al conocer que estaban todas unidas por las raíces. Reían porque sabían que allí no había quien no floreciese y sentían ironía en su propia belleza.
Aquel jardín estaba lejos, muy lejos de una árida ruina. Lo suficiente lejos como para que sus raíces no llegaran a aquel lugar, para que la lluvia no golpeara su superficie y para que la tierra seca de allí se sintiera como fea, como ajena y como impropia. Así son los problemas lejanos; por diferentes, inexistentes. Así son los problemas de secano: feos. Y hasta las mejores flores del jardín sacrificarían la verdad por mantener su belleza. Hasta las mejores flores del jardín se cortarían las raíces para no tocar aquello que le pudriría los colores.
Pero no nos equivoquemos, las ruinas no querían de la piedad del jardín, no rezaban para que su humedad les aliviara la sequía, no deseaban que se acercaran aquellas flores. Porque en aquellas ruinas también había vida y, aunque fueran pocas, eran mejores. Las flores que aquí crecían creían en la belleza, pero no les era importante. Porque aquí, lo único valioso era vivir.
En el jardín, las flores más sabias lo sabían. Y, a veces, escuchaban reír a las flores de las ruinas en las noches más frías, y no salían de su asombro porque no entendían como podían reír así.
Y así reían las flores de los escombros. Alto y fuerte. Por ser flores donde vivir era prácticamente un milagro.
Así reían las flores de los escombros. Alto y fuerte. Y, aun sin suerte, hacían temblar a un jardín entero.

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