En
mitad de un jardín las flores se miraron
entre ellas. Algunas se vanagloriaron de su belleza, otras admiraban los
colores de los pétalos de enfrente, otras miraban celosas cómo se elevaban los
tallos verdes de sus vecinas. Las mejores de aquel jardín conseguían reírse,
tras muchos años, de su propia ironía. Reían al sentir que la tierra que las
unía era la misma, reían por saber que las humedecía la misma lluvia, reían al conocer
que estaban todas unidas por las raíces. Reían porque sabían que allí no había
quien no floreciese y sentían ironía en su propia belleza.
Aquel
jardín estaba lejos, muy lejos de una árida ruina. Lo suficiente lejos como
para que sus raíces no llegaran a aquel lugar, para que la lluvia no golpeara
su superficie y para que la tierra seca de allí se sintiera como fea, como
ajena y como impropia. Así son los problemas lejanos; por diferentes,
inexistentes. Así son los problemas de secano: feos. Y hasta las mejores flores
del jardín sacrificarían la verdad por mantener su belleza. Hasta las mejores
flores del jardín se cortarían las raíces para no tocar aquello que le pudriría
los colores.
Pero
no nos equivoquemos, las ruinas no querían de la piedad del jardín, no rezaban
para que su humedad les aliviara la sequía, no deseaban que se acercaran
aquellas flores. Porque en aquellas ruinas también había vida y, aunque fueran
pocas, eran mejores. Las flores que aquí crecían creían en la belleza, pero no
les era importante. Porque aquí, lo único valioso era vivir.
En
el jardín, las flores más sabias lo sabían. Y, a veces, escuchaban reír a las
flores de las ruinas en las noches más frías, y no salían de su asombro porque no entendían como podían reír así.
Y
así reían las flores de los escombros. Alto y fuerte. Por ser flores donde
vivir era prácticamente un milagro.
Así
reían las flores de los escombros. Alto y fuerte. Y, aun sin suerte, hacían temblar a
un jardín entero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario