sábado, 27 de abril de 2019

Ojeras.


Había un error agarrado a las entrañas. Abigarrado debajo de la piel ardía como una puñalada. ¿Qué aspecto tenía? Tenía aspecto de ojeras. Ese era exactamente el aspecto que tenía.

Así que me fui, arrastrando mis ojeras, entre un gentío distante. “Idiotas”, pensaba. Y lo pensaba de verdad. Con una verdad hiriente y bilateral, porque la cuchilla de ese pensamiento no tenía un mango más suave que la hoja con la que dañaba. Y así paseaba. Con el gesto torcido sobrepuesto en una cara rocosa. Ajeno a lo cercano y alejándome, me relamí en la distancia y me supe agrio. Pensé en teología y en que Dios no maldecía a los ricos, tampoco lo hacía con los torpes.

Me vi mediocre y arrastré mi argumentario de Simondon por unas calles vacías que no entendían en qué coño pensaba. Unas calles abarrotadas que me enseñaban que su posición era mucho más útil. Unas calles que yo, sin un puto euro en la cartera, no soportaba.

Arrastré mi argumentario de Simondon, mi soberbia de filósofo en prácticas, un par de platos de comida china y mis sinceras ojeras hacia mi portal. Abrí la puerta y, con un par de palillos en la mano, miraba la ventana mientras engullía mis tallarines al curry. Entonces pensé que la cuenta atrás se volvía acercar a cero y que una nueva oleada de esclavitud, si tenía suerte, estaba a punto de comenzar. Y algo de pena me pudrió el corazón por recordar aquella evidencia que me financió. Por obligación me forzaban a ser torpe, porque se me ocurrió que el dinero no daba la felicidad, pero podía comprar inteligencia.

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