Nietzsche
volvió a plantear una pregunta clave, reiterada a lo largo de siglos de
filosofía. La pregunta del eterno retorno. Más que una tesis real,
epistemológica, fue una posición ética, un cara a cara con la misma existencia,
la única de la que, por vivir en primera persona, tenemos pruebas. Se ha de
tender al deseo de vivir la vida del mismo modo en que se vivió y se está
viviendo, pues así se repetirá de manera eterna. Cualquier joven con un atisbo
de vitalidad en sus venas estaría deseoso de abrazar una doctrina como tal a
fin de escapar del dañino victimismo al que las sociedades más enfermas se
someten.
He
aquí mi reinterpretación del eterno retorno. No el nuestro, que ojalá se dé y
habré de responder “¡Eres un dios y nunca
he oído algo más divino!”. Sino el de los afectos.
El
afecto que me acontece escapa a mi pertenencia, vivió en mentes ajenas tiempos
atrás y se repetirá de manera eterna en el momento en que yo lo haya olvidado,
se seguirá repitiendo de manera eterna en el momento en que yo no sirva ya como
catalizador. La afección es la protagonista infinita, atiéndase a esta palabra,
infinita, del universo del eterno retorno. Viviendo, quizás, en el mundo de lo
molar de Deleuze y dejándome a mí, mero catalizador, dichoso quizás si supe
agarrar con vitalidad el afecto que me acontecía, dejándome a mí, repito, con
el reto de permanecer abierto. Abierto a que el Eterno Retorno de la afección
no deje de penetrar en mí.
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