El crío creció antes de lo que él esperaba y, sin embargo, poco había cambiado. Lo aprendido en el camino parecía enseñarle que el punto medio era lo más sensato, aunque allí no ocurriera nada, absolutamente nada.
Al comienzo, fue el afán de observar lo que le impedía tomar alguna dirección. Observaba, observaba como si en la naturaleza del comportamiento ajeno estuvieran las claves del entendimiento de su propio hilo vital. Pero lo que sacó en claro de aquellas observaciones no fue más que notas desordenadas de un análisis de sus coetáneos y eso poco le ayudaba en su contienda decisiva.
Fue quizás cuando probó la miel de los extremos cuando, aterrorizado, se quedó en el medio, en postura fetal, sin saber hacia donde ir.
La libertad extrema sonaba tan bien en la adolescencia, la absoluta ligereza del alma, el viento en su carrera y el egoísmo supremo sonaba a felicidad. Pero quien se acerca a ese extremo se aleja de la pesadez y, por tanto, de la trascendencia, de la importancia adherida a los hechos que hacen de una vida una obra de arte y se acerca, de una manera terroríficamente peligrosa, a la insoportable levedad del ser.
En el otro extremo estaba lo pesado, la carga sobre los hombros, la decisión determinante que incomoda al alma de una manera orgullosa y altiva, la sublimación, la fortaleza y la valentía de enfrentarse al camino con más piedras. Ahí había trascendencia, tomar esa decisión significaba besar a la importancia, crear a partir de carencias y hacerle justicia a la existencia. Pero hacerlo significaba lidiar con la continua competencia y alejarse del viento.
Así que ahí estaba el crío, en el puto punto medio, no por prudencia, sino por indecisión de su extremo favorito.
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