Era mi camisa, la que planché impecable tras su primer uso hace ya unos siete años, era mi camisa, color vaquero con tacto suave, con botones a presión y sin hendiduras en ningún extremo, era mi camisa, ahora sucia y estropeada a la que abandoné por no querer su amalgama.
Que sí era ella, mi camisa no planchada, desaliñada como un buen cabello, ¿Qué hacía aún en mi armario? ¡Si ya ni si quiera pegaba con mi cara! ¡Si hace años que pasé de la comodidad a la elegancia vana! Mi camisa estropeada...
Quizás fue la consciencia que me azuzaba y me obligaba a pensar que la corbata que mi cuello apretaba no era más que una moda rancia que se anclaba en las hebras de una sociedad que no avanzaba.
Pero me la quité con el quite que me acariciaba, y arranqué los pantalones que apretaban y los zapatos italianos que más que sanos, deslumbraban a aquellos que languidecían por unas encías que se abrían para no decir nada, pero ya no me importaba, porque mis sanas ganas de encontrarme con lo que antaño fue daño y palabras me embelesaba.
Y me puse aquella camisa hecha de risa y de la brisa coloreada.
Y me la coloqué como quien coloca lo que no se toca y lo tocaba.
Y me desaliñé para hallar el guiño del niño que un día fui y que ya se me olvidaba.
Y escribí el relato de cuando me puse una camisa que más que camisa era mi alma, que me esperaba.
http://www.youtube.com/watch?v=o0_gZMNJnpk
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