Me dolió y ese
dolor fue absurdo. Me irritaba, no entendía que me entendiera aunque lo
intentara. Éramos un sin nombre; anónimos por el miedo de ella a mostrarse y mi
reticencia a quererla como se quiere en condiciones. Me gustaba su cercanía, su
espalada, la apertura de su boca, el vaivén de unas caderas que se iban tras saludar.
Me ponía al ponerme a imaginar el modo en que su caminar se largaba, porque ese
caminar se asemejaba a su cabalgar. Lo cierto es que no me gustaba ella, me
gustaba que yo le gustara y que le diera por querer compartir tiempo conmigo, me dejé seducir por la belleza de un gesto tan altruista como infrecuente.
Eso es un valor en alza, cada vez más devaluado. Será la inflación, qué sé yo.
Que la economía divaga en consonancia con el amor y no es común que uno
invierta sin la seguridad de sacar algo de valor. Abundan los criptobros del
afecto. No me queda otra que aplaudirle cuando veo que ahora comparte sexo con
otro maromo de fuertes facciones.
Uno cuando
quiere de verdad, se merece a otro que le quiera en condiciones.
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