jueves, 15 de agosto de 2024

La sucursal del infierno.

 

Han abierto una sucursal del infierno en la esquinita de mi barrio. Venden besitos a tres, decisiones flexibles y cerveza a buen precio. No hay necio que no pase a echar un buen rato, novatos aleccionan a doctores escuchando los errores que cometieron y el camarero escucha atento el silencio de los más borrachos. Beben despacio quienes tienen acciones de esta franquicia, saben que la codicia que te regala la noche, te arrebata la mañana, la tarde y el coche si está mal aparcado.

Que ya se sabe que la grúa no tiene clemencia con estos asistentes.

Han abierto una sucursal del infierno en la esquinita de mi barrio y soy parroquiano persistente. Un escenario proclive a la indecencia, lengüetazos en las comisuras, dimisión de la mesura que se agarra a la inocencia. No hay prudencia. Ofrecen poper a la verita del baño, y se te mira a los ojos al esnifar, para que a uno le de por pensar que las pupilas de mapache no son un bache de la belleza, sino su textura. Como si esa apertura de párpados me tuviera ya enganchado. Hay alemanes recién llegados esnifando cocaína en el reino nazarí. ¿Qué hacías ahí? Me dice una vecina que cocina sus avíos pal puchero. Que un día tonto me prestó romero pa un aliño. Que me hace un guiño de ventana a ventana los días que la sucursal del infierno no me roba las mañanas.

«Vivía», «moría», «bailaba», le contesto a la vecina y sueño que un día se anima a bajar conmigo.

Pero no se lo digo, aunque quiero. Ya noto cómo el puchero huele rico.

¿Quién baja a los infiernos agarrando con las manos un trocito de cielo?

¿Quién quiere bajar a los infiernos habiendo un plato de pucherito?

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