Ya no hay él, ni ella. No me
quedan historias de amor porque me quedé sin él. Mi piel no se eriza, ni se me
riza el alma porque la calma que sentía en el vaivén de la compañía, se me coló
por la alcantarilla. A lo mejor fueron las prisas. Qué se yo. Que me hago viejo
y que no encajo. Que ya me importa un carajo la vida de la gente nueva. Que no
me quedo perplejo ante los complejos de superioridad. Que no me emociona sino
la apatía de pensar que nadie vale un segundo de mi tiempo.
No siento. No cuento. Pero vuelvo
a dormir.
No hay miedo, ni celos. Ese es mi
mundo, salvo algún desliz.
Sé que lo que más interesa es mi
desinterés. La atracción del sexo por no ofrecer nada más que carencias. ¿Ese
soy yo? El que aporta tan solo vacíos que anhelar, cimas que no se pueden
escalar, entrenamiento de la paciencia.
Y en ese círculo estoy yo,
calculando el vínculo que nunca sucede. Escabulléndome entre la plebe que
quiere mi amor. ¿Amor? La misma palabra me suena distante, añeja, vacía, dañina,
inmisericordemente ajena.
¿Amor?
Yo de eso no tengo.
A mí de eso no me queda.
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