Me robó mi gorro
favorito. Me lo hizo mi tía y era lanudo y caliente. Tenía una banda blanca que
cruzaba la tela en horizontal y una bola gris en el cogote. Era la hostia y
ella me lo robó. Bueno, seamos justos, yo dejé que me lo robara. Cuando ya no
había nada que nos uniera y se preveía el desastre con la llegada del verano,
dejé que se lo quedara. Pensaba, por aquel entonces, que cuando se lo pusiera
se acordaría de mí, que recordaría cómo la acariciaba, mi mirada tal vez o,
quizás, cómo nos movíamos el uno sobre el otro cuando nos quitábamos la ropa.
Quería yo, a través del gorro que dejé que me robara, habitar la mente de ella;
hubo un tiempo en que pensé que para quien le es insoportable vivir dentro de
sí, sentir que se es recordado en forma de ausencia se toma como un consuelo.
Kundera llamó inmortalidad a ese tipo de consuelo. Eso quería yo: un consuelo
para que el dolor de la inevitable ruptura fuera más llevadero.
Y hoy otra chica me
pide un gorro que acostumbro a ponerme sin acordarme más que levemente de quien
me lo regaló. Me gusta cómo me queda este, también es gris y mis bucles morenos
aparecen por los laterales, pero el otro era más gracioso, como he dicho, tenía
una bola en el cogote.
Y ahora, que la
inmortalidad se me antoja cobarde, un solo clamor me atruena la mente:
Señora, devuélvame mi
puto gorro.
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