Me
imagino que Gary Moore tampoco pensó mucho sobre la historia del blues cuando
agarró por el mástil su primera stratocaster. La agarró y estiró de la prima
como si lo único importante de la música fuera la música misma. No falló.
Acertó de pleno en sus intuiciones y, con la mejora del que se parte los dedos
en el diapasón a golpe de metrónomo, se convirtió en lo que hoy recordamos que
es.
Yo
tampoco me lo he pensado mucho en mi vida. No investigué la historia de los
viajes cuando me encajé sin un maldito euro en la isla esmeralda dispuesto a
fregar las pilas de platos que me pusieran delante. Tampoco quise leer al
arcipreste de hita, por más que alguna profesora idiota (idiota, del griego idiotes, que
significa que no se ocupa de la vida pública, centrado únicamente en el ámbito
privado) de literatura en bachillerato se empeñara. Pero no, esos
relatos me eran, no sólo indiferentes, sino tediosos. ¿Qué cojones tenía que
ver aquello con mi empalmaera de media mañana? Yo quería besar y decir “¡Claro
que no sé de amor joder! ¡Estoy aprendiendo!” Pero desde dentro.
Si
la sola memoria es ya conocimiento, que aparten de mí esa bazofia bajo la que
se postra el ser humano. Que se sollen sus rodillas en tal reverencia, que a mí
si no me atraviesa la cuestión o el concepto, no habrá memoria mía que lo
quiera atrapar.
Pero
aquí no hay reverencia al afecto, sino al espectáculo, porque del espectáculo
saldrá el reconocimiento y, con suerte, el éxito. Hablo de espectáculo sin
atender a la buena o mala habilidad. Ese gusto por el espectáculo no deviene de
un gusto por la cuestión, sino por el reconocimiento que se tendrá de la misma.
Pues
ahí os pudráis con vuestro reconocido reconocimiento inmerecido, con vuestra
maldita soberbia altiva de poeta malparido sin alma. Con vuestro espectáculo
jodido nacido para joder (Joder, del castellano antiguo “hoder” y este del
latín “Futuere”, que significa “penetrar sexualmente”). Que si yo jodo, que sea
por sentir.
Que
el ego rebosa por los poros y me pregunto quién cojones ha pedido la maldita
opinión de quién, cigarro en mano, alimenta la devoción suya sobre una posición
reconocida. El periodista de tres al cuarto que enarbola la cultura. Soberbio
personaje carente de piel con la que herirse que se erige como maestro de
palabrejas complejas para joder (recuerden, del latín, Futurere, “penetrar
sexualmente”).
He
aquí la soberbia de nuestra época, sembrada con la subliminalidad de “di algo
inteligente”, regada con el segundo plano de “leeré algo, pareceré inteligente”.
Y no entendieron una maldita palabra de cuantas hubieron leído. Sus bibliotecas
llenas y sus pieles insensibles, carentes, como he dicho, de la cualidad de
herirse.
Pienso
en tan amplias bibliotecas ahora, en libros de tapa dura comprados con dinero
de papá, el dinero compra la inteligencia, de eso no hay duda alguna, pero no la sensibilidad. Pensando en
aquellas bibliotecas de aquellos participantes del espectáculo me viene a la
mente una frase que en alguna libreta escribí: “Que alguien tenga libros no quiere decir que los haya leído;
que alguien haya leído un libro no significa que lo haya entendido; que alguien
entienda un libro no quiere decir, necesariamente, que sepa algo de valor”.
Y
vuelve a mi cabeza Gary Moore (será que últimamente el blues me atraviesa con
justeza) y la imagen imaginada de esa prima de hierro estirándose hasta mitad
del diapasón por vez primera.
Hay
un vibrato vibrando a compás que no capta quien tiene la piel hecha para el
espectáculo.
Hay
un vibrato vibrando que vibra en el pecho de quien manda el reconocimiento al
cuerno y atraviesa por saber dejarse atravesar la piel.
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