miércoles, 17 de junio de 2020

Gary Moore. Disertación sobre el espectáculo.


Me imagino que Gary Moore tampoco pensó mucho sobre la historia del blues cuando agarró por el mástil su primera stratocaster. La agarró y estiró de la prima como si lo único importante de la música fuera la música misma. No falló. Acertó de pleno en sus intuiciones y, con la mejora del que se parte los dedos en el diapasón a golpe de metrónomo, se convirtió en lo que hoy recordamos que es.

Yo tampoco me lo he pensado mucho en mi vida. No investigué la historia de los viajes cuando me encajé sin un maldito euro en la isla esmeralda dispuesto a fregar las pilas de platos que me pusieran delante. Tampoco quise leer al arcipreste de hita, por más que alguna profesora idiota (idiota, del griego idiotes, que significa que no se ocupa de la vida pública, centrado únicamente en el ámbito privado) de literatura en bachillerato se empeñara. Pero no, esos relatos me eran, no sólo indiferentes, sino tediosos. ¿Qué cojones tenía que ver aquello con mi empalmaera de media mañana? Yo quería besar y decir “¡Claro que no sé de amor joder! ¡Estoy aprendiendo!” Pero desde dentro.

Si la sola memoria es ya conocimiento, que aparten de mí esa bazofia bajo la que se postra el ser humano. Que se sollen sus rodillas en tal reverencia, que a mí si no me atraviesa la cuestión o el concepto, no habrá memoria mía que lo quiera atrapar.

Pero aquí no hay reverencia al afecto, sino al espectáculo, porque del espectáculo saldrá el reconocimiento y, con suerte, el éxito. Hablo de espectáculo sin atender a la buena o mala habilidad. Ese gusto por el espectáculo no deviene de un gusto por la cuestión, sino por el reconocimiento que se tendrá de la misma.

Pues ahí os pudráis con vuestro reconocido reconocimiento inmerecido, con vuestra maldita soberbia altiva de poeta malparido sin alma. Con vuestro espectáculo jodido nacido para joder (Joder, del castellano antiguo “hoder” y este del latín “Futuere”, que significa “penetrar sexualmente”). Que si yo jodo, que sea por sentir.

Que el ego rebosa por los poros y me pregunto quién cojones ha pedido la maldita opinión de quién, cigarro en mano, alimenta la devoción suya sobre una posición reconocida. El periodista de tres al cuarto que enarbola la cultura. Soberbio personaje carente de piel con la que herirse que se erige como maestro de palabrejas complejas para joder (recuerden, del latín, Futurere, “penetrar sexualmente”).

He aquí la soberbia de nuestra época, sembrada con la subliminalidad de “di algo inteligente”, regada con el segundo plano de “leeré algo, pareceré inteligente”. Y no entendieron una maldita palabra de cuantas hubieron leído. Sus bibliotecas llenas y sus pieles insensibles, carentes, como he dicho, de la cualidad de herirse.

Pienso en tan amplias bibliotecas ahora, en libros de tapa dura comprados con dinero de papá, el dinero compra la inteligencia, de eso no hay duda alguna, pero no la sensibilidad. Pensando en aquellas bibliotecas de aquellos participantes del espectáculo me viene a la mente una frase que en alguna libreta escribí: “Que alguien tenga libros no quiere decir que los haya leído; que alguien haya leído un libro no significa que lo haya entendido; que alguien entienda un libro no quiere decir, necesariamente, que sepa algo de valor”.

Y vuelve a mi cabeza Gary Moore (será que últimamente el blues me atraviesa con justeza) y la imagen imaginada de esa prima de hierro estirándose hasta mitad del diapasón por vez primera.

Hay un vibrato vibrando a compás que no capta quien tiene la piel hecha para el espectáculo.

Hay un vibrato vibrando que vibra en el pecho de quien manda el reconocimiento al cuerno y atraviesa por saber dejarse atravesar la piel.

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