miércoles, 26 de febrero de 2020

Un solo trazo.


Confieso que las confesiones me dejaron de importar, que la fuerte impronta que me dejaban ya no deja más huella que la calima de una noche de verano, me son en vano. Y no es que ya no exista un interés por dirimir los entramados de un pensamiento complejo, los sentimientos espejo que miran de soslayo, los silencios que, a modo de puzle, se me ponen sobre la mesa. Pero pienso en aquello y se me antoja el ensayo, el borrador del trazo firme, el tímido temblor inseguro de quien no sabe si quiera si quiere pintar.

Y entonces me callo, y ya no hablo de la filosofía más vitalista, ni de argumentos enrevesados, atados a la impresión que pudiera provocar. Modificables por la asquerosidad admirable de la complejidad.

Y diré que yo ya no quiero hablar, ni ser el brillo que se cree excepción digna de ser alabada.

Quiero besar, querer con el pecho y sonreír al sentir el sol en mi cara.

Y quizás, con suerte, soltar alguna carcajada.

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