Confieso que las
confesiones me dejaron de importar, que la fuerte impronta que me dejaban ya no
deja más huella que la calima de una noche de verano, me son en vano. Y no es
que ya no exista un interés por dirimir los entramados de un pensamiento complejo,
los sentimientos espejo que miran de soslayo, los silencios que, a modo de
puzle, se me ponen sobre la mesa. Pero pienso en aquello y se me antoja el
ensayo, el borrador del trazo firme, el tímido temblor inseguro de quien no
sabe si quiera si quiere pintar.
Y entonces me callo, y
ya no hablo de la filosofía más vitalista, ni de argumentos enrevesados, atados
a la impresión que pudiera provocar. Modificables por la asquerosidad admirable
de la complejidad.
Y diré que yo ya no
quiero hablar, ni ser el brillo que se cree excepción digna de ser alabada.
Quiero besar, querer
con el pecho y sonreír al sentir el sol en mi cara.
Y quizás, con suerte, soltar alguna carcajada.
Y quizás, con suerte, soltar alguna carcajada.
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