domingo, 13 de septiembre de 2015

La mentira de Hollywood

Internet está lleno de recovecos, no, no solo se usa para el porno, aunque sin duda, ha sido uno de los mejores usos que se le ha dado. Había pasado hace rato de lo justificable a lo prohibitivo, sabía que no me podía permitir un instrumento como aquel, y sin embargo opté por prescindir del límite monetario y admirar según qué bellezas entre los huecos de segunda mano que abundaban en internet. La página siete, ahí me detuve, madera oscura y acabada en mate, hecha a mano en los noventa, rasgada bajo la boca, “de tanto haber sido tocada”, supuse, no tenía golpeador, imaginé que nunca lo tuvo y me gustó tal suposición, le otorgaba una personalidad y una historia del trato recibido, de pala estrecha y sin marca que la identificara, con cinco clavijeros cromados en plata y uno blanco. Si hubiera estado en mi país hubiese llamado al instante pero teniendo el idioma como barrera, lo más inteligente era esperar una respuesta tras mi propuesta, nada concreto, sabía que era imposible pagar el precio que se pedía en el anuncio, ni si quiera con rebaja, tan sólo preguntaba si era posible probarla, en qué lugar exactamente y si la cantidad expuesta era negociable.

Lo inusual se apoderó de mi puntualidad para otorgarle no sólo exactitud sino también anticipación. Llegué a tiempo, y sobre el soporte que la sujetaba no parecía menos esbelta, los matices reflejados en las fotos de la red lejos de mentir, se quedaban cortos. El dueño, de cabello ausente y barba de incipiente caneo, mostró sus desgastados dientes al ver mi silente reacción, no hacía falta que dijera nada, no me diferenciaba mucho del perro de Paulof en aquel instante.

Peter extrajo un paquete de tabaco de una marca que desconocía del bolsillo de sus vaqueros, se encendió un primer cigarro mientras se acomodaba en el sillón de terciopelo verde de aquella estancia, probablemente uno de los muebles más feos que haya visto en mi vida.

-Vamos chico, estoy esperando –dijo sonriente con un marcado acento inglés.

Realicé un tímido intento, un acorde de la menor desafinado, afiné, y volví a testar con un acorde de sol mayor, la prima flaqueaba, volví a afinar.

El noveno grado del acorde de do no es algo que sirva para impresionar a nadie, y menos al dueño de una guitarra como aquella, pero puestos a probar, al menos que me sirva para divertirme, y yo adoraba ese acorde.

Viajé por la superficie de la madera, sentí el metal de las cuerdas apretándose contra mis callos, gocé en el impacto de los trastes a medida que avanzaba mi sonata, busqué los armónicos en el sitio donde les correspondía estar, busqué texturas entre los matices del volumen, y dejé que mi mano derecha golpeara cuando quisiera el diapasón. Me relajé, sin dejar que mi canción se acabara y escuché un atisbo de risa en la lejanía del sillón de al lado, fue entonces cuando tomé consciencia.

Aquel hombre no necesitaba el dinero, la amplitud de aquella casa, la ornamentación de los adornos, la fealdad de sus muebles, pues la riqueza no está reñida con el mal gusto, y aquella vieja guitarra, estaba claro, aquel hombre no necesitaba el dinero, no buscaba un comprador, buscaba un dignatario, alguien investido del mérito suficiente como para sentir que dejaba su guitarra en buenas manos, por ello siguió sonriendo, dejando que yo siguiera tejiendo la tela de aquella balada, dejándome explorar los recovecos de aquella madera, dejándose a sí mismo sentir la textura impalpable de aquella magia. “Lo he conseguido”, pensé, tras dejar que mi mano extrajera con un último golpe los armónicos del traste doce.

Cuando alcé mi mirada me encontré a aquel hombre encendiendo su segundo cigarrillo.

-Entonces ¿Te gusta la guitarra? –preguntó sonriente con un deje afirmativo.

Asertivo, me limité a corresponder su sonrisa. Los dos habíamos entendido el mutuo mensaje, agarré aquella guitarra a sabiendas de que me la había ganado.

Fue cuando intenté cruzar el umbral que daba paso a la salida del salón cuando entendí todo, y justo cuando Peter se percató de mi equivocación. Una carcajada irlandesa rompió lo que pareció ser el comienzo de una película de Hollywood.

-Mil setecientos treinta euros –dijo interrumpido por sus incipientes espasmos de risa.



Sin duda aquel hombre no necesitaba el dinero, pero prefería tenerlo.

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