jueves, 19 de noviembre de 2020

El aire se condensa frente a la boca de una chica abrigada.

             Tienen los árboles corteza con la que separarse, tienen los hombres certezas a las que acostumbrarse, amargura heredada y presencia que suelen perder.

Dicen los globos que se hinchan porque es lo que saben hacer.

Dicen los hombres que viven bajo su propia merced, pero los veo desaparecer con el lánguido paso hacia la muerte antes de llegar a término.

El desvanecimiento les eleva a un estado de inconsciencia sin retorno. Quizás fue el contorno de porno sacado de contexto, el sexo que a todos nos hace perder la cabeza o la necesidad de adquirir certezas con premura para mostrar una identidad.

Los hombres nos comemos entre sí y, en lo que nos comemos, nos perdemos para siempre.

Quizás, a veces, nos salvemos por los instantes en que nos adherimos al presente y respiramos. Y el oxígeno, que nos oxida sin quererlo, nos llena los pulmones, y sentimos el frío que las manos nos corta, y sonreímos con una bufanda robada de una fiesta viendo como el aire se condensa en la boca que uno muere por besar, sabemos también del mar y de la ropa mojada que moja la ropa de uno y vivimos sabiendo lo que cuesta, conociendo lo que se soporta.

 

Y caminamos sabiendo que nos morimos poco a poco

y que eso poco importa.

viernes, 13 de noviembre de 2020

Esto va de Gorros

 

Me robó mi gorro favorito. Me lo hizo mi tía y era lanudo y caliente. Tenía una banda blanca que cruzaba la tela en horizontal y una bola gris en el cogote. Era la hostia y ella me lo robó. Bueno, seamos justos, yo dejé que me lo robara. Cuando ya no había nada que nos uniera y se preveía el desastre con la llegada del verano, dejé que se lo quedara. Pensaba, por aquel entonces, que cuando se lo pusiera se acordaría de mí, que recordaría cómo la acariciaba, mi mirada tal vez o, quizás, cómo nos movíamos el uno sobre el otro cuando nos quitábamos la ropa. Quería yo, a través del gorro que dejé que me robara, habitar la mente de ella; hubo un tiempo en que pensé que para quien le es insoportable vivir dentro de sí, sentir que se es recordado en forma de ausencia se toma como un consuelo. Kundera llamó inmortalidad a ese tipo de consuelo. Eso quería yo: un consuelo para que el dolor de la inevitable ruptura fuera más llevadero.

Y hoy otra chica me pide un gorro que acostumbro a ponerme sin acordarme más que levemente de quien me lo regaló. Me gusta cómo me queda este, también es gris y mis bucles morenos aparecen por los laterales, pero el otro era más gracioso, como he dicho, tenía una bola en el cogote.

Y ahora, que la inmortalidad se me antoja cobarde, un solo clamor me atruena la mente:

Señora, devuélvame mi puto gorro.