Y,
cuando nos dimos cuenta, nos lo robaron convenciéndonos de que no lo
necesitábamos.
Metieron
las manos en nuestros bolsillos mientras nosotros tratábamos, raquíticos, de
alimentarnos presionando con los codos al costillar que tratara de cazar lo
poco que nos podría nutrir.
Y
como no teníamos en el bolsillo más que la tela adherida al pantalón, tiraron
de ella y nos arrastraron a lamer piedras. Y lo contemporáneo nos sabe a
silicio. Sabor seco y metálico. Y sonamos huecos y nostálgicos de una época que
no vivimos, exigiendo lo poco que podemos, pero siempre dentro de la ventana de
Overton.
Hay
una pugna constante por este robo generalizado. Hemos fabricado una fábrica de
estímulos que luchan entre sí por ganarse mi interés y se lo ganan aunque no me
interesen, y se lo guardan aunque a mí me moleste. Y los ojos me sangran y los
psicólogos no se enteran de que lo último que quiero es ser funcional.
La
ansiedad y la depresión devoran a mi generación y el problema, se dice, es que
no sabemos gestionar las emociones. El problema, se dice, es que nuestra
toxicidad ha de tender hacia la mesura.
¿No
estaremos quizás tratando de amansar a la rebeldía?
¿No
estamos, acaso, señalando como locura a quien no puede aguantar tanto ladrón
sin sentimientos?
Queremos
que los que lloran funcionen, dicen contentos.
Y
solo los cuerdos reclaman, a lágrima viva, lo suyo, lo tuyo, lo nuestro:
“No quiero funcionar. Lo que quiero es mi puto tiempo”.