miércoles, 27 de noviembre de 2019

El capitán.


“¿Dónde está el capitán?” Pregunté y escuché un llanto. “Allí” señaló la tripulación.
Allí estaba el capitán, si así se le podía llamar, con la ropa raída, chillando en el suelo, con el miedo atascado, con el celo abrazado, sin fuego y asquerosamente sucio. Golpeaba las paredes y lloraba con desesperación y desesperanza. Desesperación porque se veía incapaz de aguantar cualquier espera. Desesperanza porque no existía consuelo verde que calmara su arrebato. Lo observé un rato. Se arrastraba sobre la madera agónico, icónico iconoclasta derruido hasta sus cimientos, reducido a excremento, escarmiento mismo de su propio protagonismo.
Yo sabía lo que tenía dentro. Vacío, abismo, seísmo inmisericorde con quien trata de sostenerse, hueco hambriento del contenido que con tanto mimo se guarda, que traga hasta el hambre de su dueño.

Le pateé el hocico tanto que le arrebaté el peso de los hombros.
“Ahora yo estoy al mando” anuncié. “¿Y tú quién eres?”

¿Yo? Yo soy el fondo.

viernes, 22 de noviembre de 2019

Romperse.


Escuchaba una canción dedicada a la resolución desastrosa de la guerra civil, la bufanda se ataba a mi garganta que tantas palabras se callaba. Mi chaqueta cubría las grietas abiertas y la canción seguía sonando impasible y fue el canal de mi llanto. Yo, que he aguantado golpes de colosos sentía como se me aturdían los brazos, golpeaba las grietas abiertas de mi piel contra el asqueroso suelo de aquel baño. Y las manos seguían sin sentir, se sentían morir en la rigidez por acordarse de la calidez de la suavidad de las caricias, de las caricias, las caricias. 

Qué perspicacia la mía. Como si por ser astuto me fuera a escapar de las consecuencias de las cargas a las que oposito para salvarme.

Como si por alabar la pesadez, ella fuera a tener la misericordia de no aplastarme.

viernes, 1 de noviembre de 2019

Y, de repente, nos robaron la calma.

Y, de repente, nos robaron la calma. Se nos incitó a la prisa por ser la premisa que permitía nuestra madurez, por ser la condición necesaria para un paria que no se quisiera morir de hambre. Y con la calma se llevaron la profundidad y ya no hay quien tenga tiempo para cavar hondo, para asomarse a los abismos de los miedos, a la linde del recelo, al goce del júbilo que no esté de paso.

Así nos condenaron a la superficie sin preguntar lo que uno vale.

Y por necesidad nos atamos emocionados a las creencias.

Quizás para sentir ilusionados que nuestra identidad no la maneja la supervivencia.

Quizás para olvidarnos de que nos obligaron a ser superficiales.