domingo, 24 de julio de 2016

¿Bien? Tu puta madre bien.

Tenemos una vida que no nos gusta, una necesidad de acusar con el dedo el defecto ajeno, un dedo, por cierto, monstruosamente defectuoso, la incapacidad de estar callados, tenemos la inquietud de explayar nuestro ego hasta el límite que tapona nuestros oídos.

Tenemos una ausencia de vitalidad tal que nuestras ojeras modelan nuestra apariencia y la transparencia se vende como terapia infalible, tenemos que estar bien y contarlo, que estar bien expresarlo, tenemos que estar mal y explicarnos, y solucionarlo.

-¿Cómo estás?

-Bien.

Tenemos que estar bien, aunque nos vaya mal, aunque no queramos, aunque no lo estemos, para que nuestra respuesta sea meritoria si el contexto no acompaña o para que ésta sea orgullosa si acaso el contexto se postra a nuestros pies gracias al propio esfuerzo.

Hemos de estar bien, todo lo que en nuestra mano sea posible, porque parece imperceptible la evidencia de culpabilidad que supone, sea cual sea el motivo, el estar jodidos.

Hemos de estar bien, porque, por encima de todo, es la manera más sencilla de garantizar que estamos dormidos.

sábado, 23 de julio de 2016

Botón Rojo.

Subí al autobús y al instante, como estando entre dos ventanas abiertas, llegó ese extraño olor, ese que a la par que confortable desprendía el asqueo de la ausencia de novedad.

Al principio el trayecto era interesante, nada del otro mundo, pero agradable si dejabas de pensar que estabas encerrado.

A través del cristal podías ver las empedradas calles adornadas con árboles, suponía por no perder el contacto con lo natural, los viandantes ensimismados en sus historias y una pequeña victoria de un niño haciendo sonreír a un venteañero.

Sin embargo a la hora mis pies se comenzaron a entumecer, mis pies se cansaron de no ejercer y mi vista ya no distinguía novedad alguna que despistara la bruma de una cabeza en búsqueda de algo de lucidez.

Ese es quizás el peligro de la rutina, que usada como método de vida, la vida se olvida para no ser más que un sistema.

Pronto caí en la cuenta de que el autobús respondía a la ruta 8, eso quiere decir que llegaba a los extrarradios de la ciudad y atravesaba el centro en la mitad del trayecto.

"Tres vueltas son suficientes" me dije, y me dirigí hacia el botón rojo.

Pero en ese autobús no había botones, miré a mi alrededor. El autobús estaba repleto, no había caído en la cuenta hasta aquel momento, indagué en los rostros de los pasajeros, no era posible.

Todos estaban contentos, felices de sus asientos, hubo uno incluso que lo adornó con una florecita. Comencé a sentir asfixia, claustrofobia, mi respiración se aceleró en carrera con mi pulso. Respiré hondo. "No puede ser".

Atravesé el pasillo observando con más ahínco. Todos lucían la misma cara de gilipollas satisfecho de ejercer su derecho a salvaguardar su estatus de pasajero, al fin y al cabo,ser pasajero no era tan malo y se podía vivir sin complicaciones, la elección de ruta era delegada y así uno tenía tiempo para observar a través del cristal, eso les gustaba, les encantaba.

Agucé el oído y lo escuchado me horrorizó, no había ni una sola conversación que no discurriera sobre el mecanismo, la ruta o el contenido del autobús, algún que otro lumbreras habló de un edificio que observó desde la ventana pero nadie mostró interés.

Dios, dios dios, me estaba asfixiando, debía de haber alguien que pudiera sacarme de allí, recorrí el pasillo agarrando a la gente por los hombros.

"Fue una suerte coger este autobús" "Qué orgullo ¡eh!" "¡La ruta ocho es la mejor!"

Mierda, eran definitivamente gilipollas. La ansiedad me atrapó, la opresión en el pecho se tornaba a insoportable, mi pulso comenzó a... Un momento.

El conductor, claro joder, el conductor debía de saber por qué cogimos esa ruta, él la eligió y él me dirá como bajar, claro, no podía fallar, él la eligió.

Me acerqué y lo agarré del hombro, reconozco que no medí mi fuerza, estaba desesperado, se desprendió de mi mano con un movimiento mostrando su molestia, estaba centrado en la carretera.

Escruté su rostro, parecía más serio que el resto, eso me tranquilizó.

-Disculpe, ¿me podría indicar como bajarme por favor?

Me miró de reojo, ni se molestó.

-No sé como se hace eso.

La presión aumentó.

-Pero, pero, pero usted sabe la ruta, la eligió, usted decide quién...

-Calla muchacho, no me molestes más, a mí sólo me pagan por conducir por esta ruta, yo no decido nada.

"El conductor no decide la ruta"...

Supongo que cuando caes en la cuenta de que ni si quiera el conductor sabe por qué conduce por la ruta la idea de reventar a golpes la ventana pasa de ridícula a liberadora.






Gente Corriente.

No es el deber lo que debe de moverte.

De modo que la obligación la dejaremos en la esquina, en esa sucia esquina en la que se acurruca la miseria que con histeria abrazas cuando en tu búsqueda solo encuentras desconsuelo.

Esta es una carta que, en segunda persona, ataca al ego, una carta que sirve como entrenamiento, en el conocimiento de uno mismo, que ya sé que acojona mirar al abismo de uno, pero recordemos que el problema no estriba en que mirar al propio abismo nos induzca a estar jodidos.

El problema estriba en que si tenemos un abismo dentro, de esos que dan vértigo, significa que nos hemos llenado de vacío.

Necesitamos seguir escribiendo, seguir pensando y sintiendo, esquivando las directrices en nuestro tiempo libre, apostar por una libertad consciente y no casual, que sea consecuente con la carga impuesta y que atenta contra uno mismo cuando, por falta de pensamiento, deja de ser libre. Esa es la clase de libertad que hemos de buscar.

Esto es una carta que opta a remover el óxido de mis palabras que resuenan viejas de no moverse, que perdieron el hilo y no tienen argumento al que atenerse, que ya no saben contar glorias y penas de historias en cadena a punto de romperse.

No vuelvan a preguntarme si estoy bien, los imbéciles siempre están bien y sonríen orgullosos de lo hecho.

Pregúntenme si soy consciente, y si siendo consciente, estoy satisfecho.

Este es un texto, uno cualquiera, uno disperso de esos que a penas dicen nada, de brillo opaco y de excelencia ausente.

Un texto que busca la garantía del dueño de dejar de ser gente corriente.



"Al fin y al cabo tú eres el autor de La Preciosidad".