jueves, 9 de mayo de 2013

Una sola cuerda.

Había en la escena un hombre trajeado, que lo tenía todo, un caminar erguido y orgulloso, sonido de claqué en sus pisadas, respeto intacto del que lo miraba. Pero no tenía tiempo, y las prisas le azuzaban, iba a la zaga de su próximo paso. Lo cierto es que no tengo ni idea de cual fe la idea que tuvo la decencia de cruzársele en esa mente tan estirada, en esas formas tan maquilladas. El caso es que se quedó mirando a aquel hombre. Al que no tenía nada.

Había en la escena un hombre con harapos y un sombrero, que no tenía nada, más que un caminar despreocupado, unas extendidas manos guardadas en sus bolsillos raídos lejos de las limosnas, el sonido de su deslizar de sandalias en el marcaje de las losetas, y una cuerda en su guitarra. Pero tenía todo el tiempo del mundo para dejar que lo que le azuzara no fuera más que los arañazos de una pasión que punzaba su alma, para tener claro a la zaga de qué quería ir, y se le notaba. Que sonreía hasta tras la sonata más sangrada.



Y uno tenía el respeto de todos, menos de sí mismo.







Y otro era feliz, y el respeto le daba lo mismo.













Y por sonar que suene, aunque sea una sola cuerda.

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