Había en la escena un hombre con harapos y un sombrero, que no tenía nada, más que un caminar despreocupado, unas extendidas manos guardadas en sus bolsillos raídos lejos de las limosnas, el sonido de su deslizar de sandalias en el marcaje de las losetas, y una cuerda en su guitarra. Pero tenía todo el tiempo del mundo para dejar que lo que le azuzara no fuera más que los arañazos de una pasión que punzaba su alma, para tener claro a la zaga de qué quería ir, y se le notaba. Que sonreía hasta tras la sonata más sangrada.
Y uno tenía el respeto de todos, menos de sí mismo.
Y otro era feliz, y el respeto le daba lo mismo.
Y por sonar que suene, aunque sea una sola cuerda.
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