“¿Dónde está el
capitán?” Pregunté y escuché un llanto. “Allí” señaló la tripulación.
Allí estaba el capitán,
si así se le podía llamar, con la ropa raída, chillando en el suelo, con el
miedo atascado, con el celo abrazado, sin fuego y asquerosamente sucio.
Golpeaba las paredes y lloraba con desesperación y desesperanza. Desesperación
porque se veía incapaz de aguantar cualquier espera. Desesperanza porque no
existía consuelo verde que calmara su arrebato. Lo observé un rato. Se
arrastraba sobre la madera agónico, icónico iconoclasta derruido hasta sus
cimientos, reducido a excremento, escarmiento mismo de su propio protagonismo.
Yo sabía lo que tenía
dentro. Vacío, abismo, seísmo inmisericorde con quien trata de sostenerse,
hueco hambriento del contenido que con tanto mimo se guarda, que traga hasta
el hambre de su dueño.
Le pateé el hocico
tanto que le arrebaté el peso de los hombros.
“Ahora yo estoy al
mando” anuncié. “¿Y tú quién eres?”
¿Yo? Yo soy el fondo.