La vi en aquella foto del diablo y su imagen me vació el
pecho. ¿Por qué? Pensé y tardé un día y un texto mediocre en averiguarlo. Yo
era exactamente igual que mi sociedad. Estaba vuelto hacia el otro y no hacia
mí. El otro me dictaba una lista de aquello de lo que carecía mientras yo
apuntaba diligentemente como quien pretende avanzar hacia un objetivo propio.
Ella era mi carencia y la sentía, erróneamente, como mía.
La corona del mediocre me raspaba el cráneo mientras miraba
empantallado el modo en que ella miraba a la cámara para mirarse en la pantalla
unas horas después. «El otro» pensé. Ese era el problema, y no es que uno se
ponga existencialista y enuncie aquella rimbombante frase de Sartre de «el infierno
son los otros». Los otros son el paraíso si uno está vuelto hacia sí.
¿Qué ocurre si por ver la libertad de enfrente uno se siente
roto?
¿Qué ocurre si uno permanece permanentemente pendiente y pierde la capacidad de poder verse?
Que uno está vuelto hacia el otro.
Y si está vuelto, tendrá que revolverse.