Era un domingo y me
encajé en el bar. “Los domingos son de las dos Ces” pensé. “Colegas y colgaos”.
Y yo no había quedado con nadie. A la tercera cerveza mi mente se deslizó por
la rendija de ventilación de aquel tugurio, las ideas desvariaban lúcidamente para
colarse en los entresijos de mi miseria. He elegido el posesivo singular con
delicadeza: la miseria era mía y era solo una.
Me imaginaba que me
miraban ahí, borracho y en silencio, todos los que tuvieron la sensibilidad de
volcarme en el pecho un poco de cariño. Me imaginé a todas las amantes con las
que alguna vez compartí cama. Todas pasaban en fila y me miraban de arriba
abajo. Yo ya no quería sexo. No quería lamer piel alguna que nos abriera las
sonrisas. No quería buscar orgasmos que arquearan espalda alguna. No, joder. Yo
quería llorar. Quería gritar: “¡Tengo miedo, joder!”
Quería gritar que no
duermo, que el tiempo desde que no respiro se cuenta ya en años, que me siento solo y abandonado, que
pienso en el suicidio una vez por semana. Quería suplicar que me abrazaran
hasta olvidarme de la desgarbada mierda en la que me había convertido, que lo necesitaba, que necesitaba pegarme fuerte
a alguien para que la presión de la piel me arrancara el llanto que tenía metío
en el esternón. Quería decirles que ya no escribía, ni tocaba, ni sentía, ni
leía. Que me había enganchado a mil series para escaparme de una vida que se me
antojaba insoportable. Que sólo me sostenía la esperanza fútil de que el aire
volviera a llenar mis putos pulmones. Que lo primero que hacía al levantarme,
después de tres horas de sueño intermitente, era mirar unas redes sociales que
se encargaban de convertir mi cerebro en fosfatina. Que no me gustaba lo que
veía en el puto espejo. Que me echaba de menos y que mi identidad se había
esfumado, dejando un cuerpo inútil que brega suplicante por un poco de tregua. Eso
es lo que ocurre en la enfermedad: uno no es un tipo que lee, que toca, que
canta, que baila. Uno es tan solo un deseo inconsumado: el deseo de respirar.
Juro que me las imaginé a
todas. Y todas me miraban con la pena de saber que no hay palabra que arregle
una enfermedad. Que el pasado no es suficiente para sostener una identidad. Ellas
lo sabían, yo lo sabía. Estaba abandonado a una suerte incierta que la única pista
que dejaba era el aire del que carecía cada noche.
Quería lanzar la jarra a
la puta ventana. Abalanzarme sobre el camarero para que me diera tantas hostias
como fueran necesarias para acabar inconsciente durante un par de días.
Ninguna apareció. Todas
estaban construyendo una vida. Cuando me tiré en la cama, recé porque la
inconsciencia me durara al menos cuatro horas. No ocurrió. Tan sólo balbuceé
una frase antes de perder el conocimiento.
“Caer inconsciente no es
dormir, pero se le parece lo suficiente.”